Iba caminando por Corrientes, parando en cada librería, hojeando libros y libros, sin comprar ninguno, estaba en la mala, apenas si llegaba a fin de mes. Caminaba desde Uruguay hasta el Once y me ahorraba el costo del subte, después me colaba en el tren, toda una aventura y rutina a la vez, subía en el coche del medio, al llegar a Floresta me bajaba y esperaba el siguiente; allí me subía al último vagón… los guardas también tenían su rutina, empezaban en las puntas y se juntaban en el medio. Bajaba en Ramos, cruzaba Rivadavia por el túnel y sin apuro recorría las 15 cuadras por Avenida de Mayo hasta Don Bosco. Todos los días, mes a mes desde hace 8 años. Pero hoy fue distinto, al pasar por la disquería, los acordes de un tango, me transportaron 20 años atrás: voces de bronce llamando a misa de once…¡Cuantas promesas galanas cantaron graves campanas, en las floridas mañanas de mi dorada ilusión!…,
Las carreras de bicicletas por las 4 avenidas, los bailes en el Club del Progreso, los asados en el parque, la profesora de inglés, ¡que delantera! Pero el recuerdo más nítido es para Merceditas, que linda que era, seguramente lo sigue siendo, unos ojazos negros, vivaces, su sonrisa me derretía, estaba perdidamente enamorado. Ella iba al Normal y yo al Nacional, ella iba a ser maestra jardinera, yo arquitecto; los bancos de la plaza del hospital, fueron mudos testigos de ilusiones compartidas, en tardes otoñales, donde tomados de la mano nos jurábamos amor eterno.
Nuestra caminata, siempre el mismo recorrido, nos parábamos a admirar y disfrutar el perfume de las magnolias del chalé de doña Carmen, hasta llegar a la esquina de su casa. La despedida, un beso y hasta el domingo, cuando las voces de bronce de las campanas de la Catedral, nos llamaran a renovar nuestras promesas.
Después de misa, las chicas cruzaban la calle y comenzaba “ la vuelta del perro” por todo el perímetro de la plaza San Martín, ellas en sentido de las agujas del reloj, nosotros, al revés…, miradas, guiños, sonrisas,… amores de estudiantes….
No fue maestra jardinera, se casó con el hijo de un estanciero de Suipacha, yo tampoco fui arquitecto, apenas si pude levantar un castillo de arena en San Clemente, en las vacaciones de 1900 y pico.
Marianela me abraza al llegar a casa, Felipe llora en el cochecito, Agustina me dice, ¡que suerte que llegaste!, pelá las papas y ponelas a hervir, luego dale un vistazo al cuaderno de Guadalupe, mientras le cambio los pañales a Felipe. Todos los días la misma rutina, en mi cabeza el disco gira y gira… y la voz de Julio Martel que sentencia… Hoy te dirá otro labio la cálida y pausada, palabra emocionada, que pide y jura amor, en tanto que mi alma, la enferma desahuciada, solloza en la ventana del sueño evocador.
Voces de bronce, llamando a misa de once…
Pedro Arigoni
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