Matilde se enteró que su marido planeaba dejarla, exactamente el día en que cumplió 54 años y de la manera más fortuita, y desdichada. Estaba llamándolo a la oficina para planear su propia cena de cumpleaños y el teléfono se ligó con otra conversación.
La voz de él le hablaba a otra mujer, cariñoso, con amor. A Matilde se le congeló la sangre, y con el alma humillada escuchó sin respirar.
La mujer quería verlo esa noche. Escuchó la voz de su propio esposo, pidiéndole paciencia. “solo unos días más” dijo, no quería ser cruel inútilmente.
Es mejor ahorrar la descripción de todo el dolor, la caída en el vacío, la desesperación, y el odio. Basta decir, que Matilde quiso morirse cada mañana en cuánto abría los ojos, para descubrir que seguía viviendo, desgarrada y descuartizada en su enorme tiempo de llantos, de preguntas sin respuesta, y noches perplejas y sin sueño.
Demasiado vieja para cambiar mi vida, demasiado joven para terminarla, pensó imaginando largas horas de soledad y atardeceres eternos y sin sentido.
Con el paso de los días, el dolor se le mezcló con furia y necesidad de desagravio. Estaba enojada porque había elegido a otra, tanto más joven, casi una chica. Imposible competir con una mujer de 35 años.
El jovato, aburrido, pelado y tarado de su marido, se iba con una mujer treinta años menor que él. Eso la llenaba de indignación y orgullo herido. Pero como también lo extrañaba, sentía una mezcla infame de sentimientos de desamparo, venganza, y desafíos a su nueva realidad.
Después de los días inevitables y los lamentos, de la partida irremediable de él y las condolencias de todos, Matilde decidió no aceptar la invitación de sus hijas que le ofrecían albergue en sus casas. No quería convertirse en una suegra molesta, ni en una abuela full time.
La gente de su entorno la miraba con compasión, como a una refugiada. Lo peor era que también ella se tenía lástima.
Prefirió quedarse sola, con una especie de expectativa morbosa por saber cómo iba a usar esos tiempos muertos.
¿Muertos? Cuando la primer capita de cicatriz comenzó a tejerse sobre su herida, decidió llamarlos “tiempos vacantes”.
Matilde notó un cambio radical, una mañana de otoño; esas mañanas
que tienen ese sol dulce y transparente que tiñe el aire y las plantas de dorado.
Se descubrió a si misma, comiendo queso roquefort, una pavada, pero como a él no le gustaba, nunca más lo había comprado. También pudo dejar sin lavar los platos después de la cena. Y volvió a escuchar tangos por la radio, como en su vida de soltera.
Tonterías, cientos de pequeñas sorpresas, el sol entrando a raudales por esa ventana tantos años cerrada (él odiaba el resplandor), el tiempo para hablar por
teléfono. ( él odiaba que hablara tanto por teléfono.) En fin, aquellos temas de esa batalla matrimonial que había perdido a través del tiempo.
Pero la prioridad era conseguir dinero, porque después de las primeras y encendidas promesas, su ex marido empezó a retacearlo, ya que al fin y al cabo, decía, le había cedido la casa en común.
Ella recordó furiosa que había dejado de trabajar para casarse. Había estudiado danzas, y a los veintidós años tenía una carrera por delante y posibilidades de hacer algunas giras. Eso alarmó a su futuro marido.
Matilde evocó mil veces con los ojos húmedos, aquella promesa de novia, esa disyuntiva en la que él la había puesto: “O la danza o yo”
Había aceptado, porque lo amaba y quería formar una familia y dedicarse a los hijos. Llegó a convencerse de que su verdadera y única vocación era ser esposa y madre.
Y ahora, a la edad en que la gente se jubila, ¿cómo iba a conseguir trabajo?
Lo curioso es que lo logró. Y haciendo lo que había hecho todos esos años: cocinar
Empezó a hacer algunas comidas para vender al kiosco de la esquina de su casa, más tarde al buffet del colegio de sus nietos y poco después a otros dos. Sus comidas tenían éxito, y ese dinero que se ganaba le pertenecía de un modo distinto y orgulloso. Decidió invertirlo en ella misma.
En 48 horas había conseguido hora en un salón de belleza, y estaba inscripta en un curso de inglés , y otro de tango. Sintió un vértigo espantoso y placentero, que desembocó como sin querer, en el deseo de tener otro hombre a quien amar y sacar de su corazón al anterior.
Solo por esta razón, se dirigió al mundo del tango. Un lugar donde había muchos varones, al menos más que en la cocina o las clases de inglés, decía.
Al comienzo no le importó demasiado el baile, ni la música. Se volvió atractiva y seductora, porque quería tener un amante, esa era la mayor verdad en el fondo.
Pero al poco tiempo, ya se había enamorado de todo, del ambiente, de la diversión, del encanto de los lugares, y por supuesto del abrazo, esa incógnita hecha de piernas girando, sonidos y emoción contenida en brazos extraños.
También aprendió a ubicarse y elegir los lugares convenientes, nunca aquellos donde por su edad y su inexperiencia la dejaran afuera del juego
No le costó ningún trabajo trabar relación con un hombre. Al contrario, antes de lo esperado, ese buen mozo de pelo casi todo blanco la invitó a salir.
Se divirtió con las mentiras de él, que decía muy serio que los sábados a la noche cuidaba a una tía enferma, y decidió seguirle el juego. Entonces, vaya a saber de dónde, le nació la idea de inventarse una viudez.
Si, así no más, una viudez digna y respetable, que la dejaba por fuera de toda sospecha del vulgar abandono.
Él la escuchó con respeto, ella se envalentonó y le agregó detalles truculentos a su historia, como esa larga enfermedad del marido, ese sufrimiento terrible que ella ayudó a soportar noche tras noche. Le contó que se amaban con locura y que solo la muerte los separó.
Esa primer aventura terminó pronto, porque él era de esos milongueros noctámbulos, siempre dispuestos a la conquista, que solo contaba con muchas ganas, pero no tenía ni cómo, ni dónde ni con qué. Ella siguió adelante con su versión de viuda, así que se negó a usar su casa para el amor, mucho menos en la cama del finadito, le dijo.
En la milonga se divertía muchísimo, bailaba y les contaba de su viudez, descubriendo que en el papel de viuda, inspiraba un respeto sacrosanto y de paso se vengaba matando cada noche al ex marido, ante algún atónito y conmovido oyente que la escuchaba entre Fresedo y Tanturi.
Matilde descubrió la risa, el chamuyo dulce y halagador, la mentira hecha invención y cuento, tan natural que resultaba mágicamente verdadera.
Pero ella quería tener un amor, alguien con quien compartir de nuevo su vida.
Sin embargo, cuando después de tanto desearlo, al final sucedió, fue una prueba de fuego. Es que volvió al país Antonio, ese amigo de su matrimonio, padrino de su hija mayor. Apareció después de dieciocho años, y no por casualidad. Se enteró del divorcio y en cuanto lo supo decidió volver a verla. Siempre la había querido.
Quedaron impactados, reconociéndose en esas caras avejentadas, atisbándose los mismos rasgos y gestos, detrás de las arrugas, del pelo encanedido de él, de los párpados caídos de ella.
Retomaron una conversación que parecían haber dejado ayer, con alegría, con algunos llantos, con entendimientos de tanto tiempo, con ese anhelo renovado y esas ganas de contarse la vida. Ella sobre todo fue la que más habló
_ Todavía no te conté que en el tango le digo a todo el mundo que soy viuda.
Antonio no lo podía creer, se rieron muchísimo, festejaron, volvieron a hablar, a hacer el amor y a sentirse vivos, hembra y varón, fibra y pujanza.
Pero las cosas buenas nunca llegan cuando las queremos, sino en cualquier momento disparatado de la existencia, y generalmente vienen a romper la poca tranquilidad que habíamos conseguido. Así pensaba Matilde, feliz pero exhausta, porque ahora tenía que repartir sus días y sus noches, entre el trabajo, Antonio y el tango.
Intentó dejar de ir a bailar, pero en pocas semanas, sintió que “le habían cortado las piernas” Ni todo el amor de Antonio, ni toda su buena voluntad pudieron con el desatinado deseo de bailar tango y estar en una milonga.
Se sintió una adicta sin remedio y ahora no sabía que hacer ni donde poner ese regalo que la vida le daba, ese hombre cariñoso, dispuesto a quererla, y vivir con ella.
Con el correr de las semanas, Antonio que no quería bailar pero gozaba de soltería y tiempo libre, la reclamaba más, quería pasar todas las noches con ella.
Matilde sintió una tremenda inquietud.
Él dijo lo que cualquier tipo más o menos normal hubiera dicho en su lugar. Y entonces, sin saberlo pronunció las terribles palabras: “el tango o yo”
Entonces ella se enfureció, le gritó y lo increpó. El pobre recibió los insultos que se merecía, pero también otros que seguramente iban destinados al ex marido, a los novios de juventud, los hermanos y hasta el mismísimo padre. Antonio cobró por todas las frustraciones de ella, por las veces en que había renunciado a sus ganas. Era una gran exageración, violenta y apasionada.
Le dijo que nunca más iba a aceptar una coerción ni que la pusieran frente a una elección tan infame. Y por las dudas él siguiera insistiendo en “esa estúpida manera de pensar la vida por opuestos: “Boca o River” “blanco o negro” “conmigo o en mi contra” ella le contestaba así:
“Elijo el tango, para cuando quiero bailar, y te elijo a vos, para amarte muchísimo. También elijo mi trabajo para ganarme el mango, y a mis nietos para jugar con ellos. A mis nuevas amigas y mis viejos clientes. A mis gatos y a mis pilchas. ¡ Si querés que sea tuya todo el tiempo voy a terminar odiándote!”
Así habló Matilde, y terminó en una especie de llanto desesperado, mientras se abrazaba al atribulado Antonio, más extrañado, confundido y enamorado que nunca.
Y aunque parezca imposible, él aceptó ese “berretín” de ella como algo inevitable, como quien acepta la lluvia o el frío en invierno.
Y desde entonces, una noche por semana, Matilde conserva la costumbre de ir bailar tango. “Y no solo eso…” comenta con picardía, “aquí en la milonga, todos saben que vengo un rato para poder distraerme, porque soy viuda, estoy sola y todavía extraño al finadito”
AQUI NOMAS – ANIBAL TROILO – TITO REYES
Graciela H. López.
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