El ángel de Pichuco

El purrete triste tomó las bolitas,

el hoyo en la tierra tapó con su pie,

silbando bajito se fue caminando,

unas chapas sucias el albergue de él.

 

Se paró en la esquina, el bar del porteño,

un fuelle cansino escuchó sonar,

sobre el vidrio frío apoyó la ñata

y toda su alma se sintió vibrar.

 

Los ojos cerrados del bandoneonista

sobre el instrumento, parecía soñar,

con un dos por cuatro le marcaba el ritmo

a un tango nacido de aquel arrabal.

 

Su amor por Pichuco era irrelevante,

soñaba que un día sería como él,

pero un sueño solo era su destino

como un fuelle mudo hecho de papel.

 

Las notas del tango de pronto apagaron,

ya nadie quedaba ni en el mostrador,

del vidrio empañado apartó la ñata

y pronto un impulso lo metió al salón.

 

Aquel veterano que tocaba el fuelle,

lo miró a los ojos y le sonrió,

—¿me deja tocarlo? —le dijo el purrete.

Ojalá algún día me lo envíe Dios.

 

—Sentate a mi lado, ¿querés que te enseñe?

Sobre el lompa sucio, puso el bandoneón.

Los ojos del pibe saltaron de gozo,

la nota marcada llegó al corazón.

 

—Sabe, yo me llamo Aníbal,

igual que el maestro siento la pasión,

cuando escucho un tango ya nada me importa,

si a la noche duermo fuera de un colchón.

 

—Mañana tocamos, vení que te espero

te tendré a mi lado, junto al director

y verás de cerca, cómo se abre el fuelle

y salen las notas de este bandoneón.

—Le diré a la vieja lo que me ha pasado,

que un ángel de arriba, Pichuco mandó,

para que me enseñe que todo es posible,

cuando un tango errante su meta encontró.

César Benedetelli