En la década de 1950 solía caminar por las calles de Villa Pueyrredón -silbando y sin apuro- un hombre que a la mañana era tornero de la Grafa y en cuanto oscurecía se trasformaba en cantor popular.

Bastante robusto, la peinada rematando en un jopo alto, bigotes finitos de galán de la época (Clark Gable, Errol Flynn), el tipo cantaba tangos, matizados con una ranchera, algún vals.

Se llamaba Eduardo Marvezzi y era número estable, siempre acompañado por dos guitarristas, en la modesta cartelera barrial que los sábados presentaban cantinas y boliches de la zona.

«El día que eche buena como cantor largo la Grafa», soñaba Marvezzi en el café de Artigas y Larsen. Una noche, entonado por un par de ginebras, anunció que había compuesto un tango.

«La letra es de un profesor de química. La música es mía. Se la silbé a un fueye que es amigo, la pasó al pentagrama y dijo que se lo va a llevar a Pugliese. ¿Te das cuenta? Don Osvaldo tocando mi tango, la voz de Chanel…», sonreía la ilusión de Marvezzi.

Como a tantos cantores de entonces al flamante compositor le tiraban las carreras de caballos. Una tarde, en Palermo, después de palmar los 50 pesos que había llevado, se cruzó con otro laburante de Grafa que le dio una fija para la última carrera.

Contaba su hermano que Marvezzi empezó a «mangar un cien», confiado en el desquite.

Los sobrevivientes de la barra del café habían quedado sin resto y no se veía una cara conocida.

 

– «Allá está Cacuri», lo guiaron.

– «¿Y…?».

– «Es prestamista».

– «Marvezzi, el cantor… Te juno de la cantina del Tano Roffo», lo recibió Cacuri y enseguida fue directo: -«¿cuánto necesitás?».

– «Mil. Tengo una fija», dijo Marvezzi.

– «Mucho vento. ¿Y si la fija no gana?», apretó el prestamista.

– «Te firmo un pagaré».

El usurero tenía argumentos: «me gusta como cantás, te vas a meter en una deuda jodida, bancate la parada, por ahí te salvás».

 

«El que me dateó es primo del cuidador. Hace un mes que están esperando a esta yegua», rebatió el compositor.

Mientras Cacuri se alejaba para definir otras operaciones, a Marvezzi se le ocurrió pelar su última carta: – «te vendo el tango».

– «¿Qué tango?».

«Uno que escribí yo. Lo va a estrenar Pugliese», se lanzó al ataque el solicitante.

Cacuri no entendía la propuesta.

– «Con una condición te lo vendo. Dame 2.000 y cuando cobro los boletos te pago 2.200», negoció Marvezzi.

– «Hablaste de 1.000. Ahora querés el doble…», simuló sorpresa el prestamista.

– «Vale más de 2.000. En cuanto lo grabe Pugliese se va a 5.000, más lo que te va a ir garpando SADAIC», avanzó Marvezzi.

– «Me estiro a 1.200, y eso porque sos vos», se plantó Cacuri.

Al final cerraron en 1.500, a devolver 1.650.

La yegua tan esperada entró cuarta

El tango, , es «Antiguo reloj de cobre»

No tuvo suerte el compositor. Como nunca pudo crear otro tango quedó condenado a jubilarse en la Grafa.

EDUARDO MARVEZZI