La calle sigue siendo la misma. Cuantas noches repiquetearon mis pasos sobre estos adoquines. Hasta el farol de la esquina sigue dando su tenue luz para que las nocturnas mariposas vuelen en ronda hasta chocar con su vidrio.

El viejo coche, centinela de la cuadra hace la guardia esperando algún levante de Carmela. Es la misma que conocí de pibe, pero ahora con más cintura y menos dientes.

El boliche del «turco Jaime» sigue sirviendo esos tintos que, de puro tanino dejan los vasos color violeta. Aún tiene la vieja mesa en donde grabé dos iniciales dentro de un corazón. Recién aprendía a manejar la navaja y me imaginé que ese grabado iba a ser eterno. Pobres laureles logrados en mi juventud.

Desando la cortada que da a la plaza y llego al viejo balcón. Aún persiste esa maceta de la derecha, la que regaba Zulema mientras me esperaba llegar para cantarle mis tristes sueños.

Las cortinas disimulan sombras tras un poco de luz. Desde una radio llega tenue el noticioso. Mi corazón quiere trepar esa reja para ver lo que tal vez ya no esté.

Escucho voces de criaturas que llaman a la madre. Sigo siendo el mismo cobarde de siempre y me alejo.

Pienso que, si siempre se vuelve al primer amor, esta vez tengo miedo de encontrarlo y ver que nunca más ha de ser mío.

Entre las sombras, recostada contra la pared, una pareja acaricia sueños que querrán ser. Pero como todo sueño a veces se cumple o quizás no. Lo que sí se cumple, sin remedio alguno, es el paso del tiempo.

¿Qué es lo que busca? Este famoso cantor del momento en un barrio perdido, en el cual alguna vez eché a volar mis canciones. Yo, aquél muchacho que en las noches de estío, silbando como un mirlo feliz, pensaba que sus tangos lo habrían de llevar muy lejos.

Lo que no veo es la barra. ¿Dónde estarán el Mingo, Alan el marinero, o Néstor, el gordo dueño de la pelota de cuero? Miro mis bolsillos y solo asoman billetes… Tanta guita y no poder comprar ni una sola sonrisa de aquel tiempo tan querido. Esta noche, en el cabaret de siempre, me esperan mis laderos con alguna rubia teñida. Ellas creen que con sus mimos insoportables alegran a este triste soñador. ¿Qué tango me puede inspirar una mujer semidesnuda y bebiendo su copa de champaña?

Estoy de suerte, allá viene un tranvía. El chirrear de las ruedas sobre el riel trae añoranzas de arrabal. Siguió de largo, parece que no me ha visto. ¿Qué puedo hacer? ¿Lo corro? ¿Para qué? Quizás, desde el fondo de la noche venga otro. Mejor camino un poco más por esta vieja calle. ¿Qué me pueden hacer cuatro o cinco cuadras?

Es raro, el cine aún está abierto. ¿Cómo puede ser? Antes eran los días martes cuando daban cine nacional y hoy es sábado.

¡Qué lindo! Todavía la gente tiene la costumbre de sentarse en la vereda. Esa viejecita canosa puede ser doña Isabel:

«- Buenas noches, ¿de qué gusto va a querer el helado?»

«- Ja, ja, ja. Traeme de limón…»

Faltan dos cuadras para llegar hasta la heladería de Ceferino. Él mismo los elabora con frutas naturales. Zulema y yo, tomados del brazo, íbamos muchas veces hasta la plaza gozando esos sabores. Hasta hoy llevo el recuerdo de viejos besos con sabor a vainilla.

He perdido la noción del tiempo. Tengo que apurarme. Hoy es mi debut en el Teatro de la Ciudad y no he ensayado. Está bien que me se el repertorio de memoria, pero me preocupa bastante este pibe del bandoneón tan nuevito. Por suerte la cola para las entradas es larga. Se me hace que esta será una noche de lleno total. ¿A quién dedicaré la primer canción? ¿Podré nombrar a Zulema?

El locutor anuncia mi tercer tango. Miro al pibe del bandoneón, tiene el rostro muy pálido. Quiero alcanzar el micrófono, pero el dolor del brazo me lo impide. ¡Cómo aprieta la corbata! ¿Será algo del corazón?

En la sala de terapia intensiva del hospital está Zulema. Es su noche de guardia. Cuántos años dedicados a los demás sin pensar en ella misma. La familia dice que terminó solterona porque le calentaba la pava a un cantorcito de tangos. ¿Qué pueden saber ellos de cómo tomar mate? En todo el barrio nunca brotó un geranio como el que se daba en las macetas del balcón. Quizás porque era regado con agua de lluvia y cantos de amor.

Para acortar la noche tiene encendida la radio. Transmiten en vivo desde el teatro. Puede volver a oír los mismos tangos que esa voz nunca olvidada golpeara en su ventana. De pronto todo es vértigo. El doctor de guardia es llamado con premura por el altavoz. Las puertas se abren de súbito y los enfermeros entran una camilla con el cantor inconsciente. Zulema reclama para ella sola al infartado. Tiene ternura a mares para darle al que pelea con la muerte. Retira todo el cablerío de esos inútiles aparatos y con sus labios aún con sabor a vainilla besa esos otros labios hasta hoy siempre añorados. El gordo del bandoneón, con sus dedos de ángel, interpreta su tango Responso como música de fondo.

Osvaldo Reyes  San José (Mendoza

CANTOR DE MI BARRIO – JUAN JOSE RIVEROL – FRANCISCO LOIACONO