Un camaleón color tango
Se sentaba con sus hermanitos Samuel y Fanny en la vereda a cantar tango ayudándose con algún ejemplar de El Alma que Canta. Eran los mismos tangos que por las noches escuchaban en las grandes cadenas radiales de la época. En aquella casa de la infancia de la ciudad de Santa Fe, al borde de una calle de tierra, el padre atesoraba discos de Carlos Gardel, Rosita Quiroga y Francisco Canaro. Aquel absoluto reinado del tango terminó para Bernardo Mitnik el día en que su hermano se apareció con una batería y lo introdujo en el mundo del jazz, empujado por la admiración hacia Gene Krupa. Para ese ambiente Bernardo sería Miki Lerman.
Alberto, un zapatero proveniente de Ucrania, y su mujer (Lerman), una judía rumana, vinieron en 1923 a la Argentina con sus dos hijas mayores. La Primera Guerra Mundial los había juntado cuando él, como soldado del zar, había llegado hasta el pueblo rumano de Marcolés. Ya en la húmeda Santa Fe, donde nacerían aquellos tres niños de la vereda, ofició de zapatero remendón ambulante, recorriendo Laguna Paiva y otros pueblos. Pero aquel equilibrio se rompió: como Bernardo era asmático, cuando tenía doce años toda la familia se marchó a Deán Funes, en el norte de la provincia de Córdoba, en busca de un clima más seco. Aquel pueblo era, como Laguna Paiva, un empalme ferroviario y tenía tanta necesidad como aquél de un zapatero remendón. Don Alberto nunca instaló un taller: prefería llevarlo al hombro, andar tostado y polvoriento, disfrutar de la hospitalidad de la gente. Era analfabeto y conversador.
La madre de Bernardo cantaba en la casa canciones en idisch, y contaba que su padre cantaba tan bien y tan fuerte que lo podían escuchar desde otras aldeas. Su hijo, quizá queriendo emular al abuelo, cantaba a plena voz tangos tan altisonantes como “Remembranza” o “Alma de bohemio”. Ya con catorce años comenzó a ganarse la vida con su arte de doble faz: era baterista con la jazz y cantor con la típica. Sólo debía cambiarse el atuendo y volver al palco sin descansar.
Pero el padre quería que fuese perito mercantil, y que después estudiase para médico. Y Bernardo ingresó al colegio comercial y fue empleado de contaduría en Córdoba, y en una de esas ocasiones tuvo como jefe al viejo Briski el padre del actor Norman Briski. Pero pronto quedó demostrado que Bernardo podía ganar mucho más dinero batiendo un parche que cuadrando debe con haber. Fue así que, a ritmo de mambo, llegó a Buenos Aires por primera vez en 1951, con una rumbera donde tocaba el bongó y la batería, aunque también era apto para el contrabajo. Pero el contrato se frustró, como solía ocurrir. Después de muchos viajes, de muchas idas y vueltas, recién en 1960 se establecería definitivamente en la Capital.
En 1955, sobreviviendo en Santiago de Chile, le escribió una carta a Horacio Salgán, ofreciéndose como cantor. Firmó Bernardo Mitnik, aunque entre paréntesis se atrevió a sugerir que su nombre artístico podría ser Mario Bernal. Por supuesto, no cantó con Salgán.
Siete años después se incorporaría, en cambio, con una sonora tropical, a El Club del Clan, una iniciativa comercial de Ricardo Mejía, de la RCA-Victor, que se propuso y logró imponer una música popular insustancial y liviana, planteándose como un requisito la marginación del tango. La Victor llegó incluso a destruir las matrices como para impedir la futura reproducción de aquellos discos de tango. Fue ese oscuro Mejía quien inventó a Chico Novarro, seudónimo ideado en oposición a Largo Novarro (así llamado por su talla), con quien Bernardo integraba un dúo. Y, como tal, Bernardo grabó “El orangután” y “El camaleón”, páginas representativas de aquella penosa nueva ola, como se la conoció a partir de un programa de televisión.
En 1965, Bernardo decidió, sin embargo, componer su primer tango. Lo concibió mientras viajaba en un autobús de Onda, de Colonia a Montevideo y lo llamó “Nuestro balance”, una obra que deja traslucir una fuerte influencia bolerística. Pero también descubre el raro y ubícuo talento de Bernardo, que imagina a una pareja sentada en un café para conversar sobre la crisis de su relación y hace crecer la tensión emocional hasta un conmovedor desborde dramático, que finalmente refluye. Cantando ese tango suyo, Novarro ganó en Uruguay el Festival del Parque del Plata.
En 1971, compuso “Cordón”, el mejor de sus tangos, ya absolutamente porteño. Parado en la cola de un banco, Bernardo fue ideando una melodía. Mientras le buscaba palabras miraba el cordón de la vereda, imaginando que era «duro como el alma de un frontón». Estaba naciendo así ese diálogo lleno de ideas y metáforas entre el hombre y ese elemento urbano que está más cerca en la infancia, en aquellos tiempos en que lo afeitaba el tranvía, y que termina expresando simbólicamente toda la realidad. Pero se trata, para Bernardo, de una realidad fantaseada, porque en aquella calle de tierra de Santa Fe donde fue niño no había cordón alguno. Este tango lo estrenó Chico en 1972, en un espectáculo de café concert llamado No le Vengo a Vender, cuyo personaje es un vendedor callejero que anda con una boa, ofreciendo quitamanchas, pelapapas, biromes, y así llega a ser un poeta de la gente.
La producción tanguera de Novarro es relativamente escasa. A “Nuestro balance” le siguió, en 1970, “Cantata a Buenos Aires”, derivación de un encargo para la publicidad del vino Peñaflor. A él se le ocurrió entonces aquello de «¿Cómo no hablar de Buenos Aires, sí es una forma de saber quién soy?». Pero el comercial se frustró y de esa frustración quedó el tango. Ese mismo año dio a conocer el olvidable “Un sábado más”, concebido al comienzo como una balada. A fines de los ’70, aparecieron “El último round”, “Sueño de cupé” y la milonga “Mi negro volvé”. En 1980, grabó Por Fin al Tango, título del único long-play que dedicó al género.
En 1981, firmó con Eladia Blázquez “Convencernos”, un tango que, quizá de manera inconsciente, recoge el nacionalismo de slogan, vacío y voluntarista que era artículo de propaganda oficial durante la tenebrosa dictadura militar iniciada en 1976. En aquella desafortunada letra fue mayor el aporte de Eladia que el de Chico. aunque los dos la asumen.
Luego creó “Somos los ilusos”, “Nadie mejor que vos”, la milonga “Minas de Buenos Aires”, con música del pianista Héctor Stamponi, y el tango “Se juega”, con notas del cantor y bandoneonista Rubén Juárez.
Como compositor, con versos de Federico Silva, escribió los tangos “Se te hace tarde” y “Amor de juguete”, y la milonga “Por ejemplo”. También creó “Buenos Aires terminal”. Escribió con Eladia Blázquez (letra de él, música de ella, “Pazzia” (locura), en referencia a la Argentina contemporánea. Con Amanda Velazco, Mandy, escribió “Salón para familias”, ese reservado de los cafés donde las parejas se deshacían.
El suyo es un caso curioso: para cada categoria de público hay un Chico Novarro diferente. Para las mujeres es el de “Arráncame la vida”. Para los hombres maduros, el de “Cordón” o “El último round”. Los camioneros lo identifican con “El orangután” o “El camaleón”. A los jóvenes rockeros les llegó con “Carta de un león a otro”. Fuera, por no poder definirse, porque lo divertía ese transformismo artístico (como cantar el tango “Destellos” en tiempo de cha-cha-chá) e porque con esa maleabilidad seguía la corriente de cada momento y maximizaba sus beneficios, Bernardo osciló siempre entre Miki Lerman, Chico Novarro y ese Mario Bernal que también fue, aunque nunca con ese nombre demasiado artificial.-
FUENTE: Todotango
EL ULTIMO ROUND – ( CHICO NOVARRO )
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