Vera, Verita
Era lo que se dice una mujer buena, honrada, “ de su casa”, de la vida familiar, calesita, mate y domingos en familia.
Un buen día, con sus hijos ya crecidos y su marido tranquilo y distraído, Vera se cansó. Notó que los días y las noches pasaban por su balcón, como si no la tocaran, como si no fueran para ella
Entonces, se decidió, hizo sus valijas y puso un cartel en la heladera que rezaba así: “Querido Cholo, queridos chicos, los adoro. Solo quiero tomarme unas pequeñas vacaciones, sola, no se preocupen, estaré cerca y además pienso volver pronto, un gran beso, los abraza, Mamá”
Nada la detuvo cuando dio datos falsos en el hotel donde se instaló. Dejó sus ropas de siempre, y sus zapatos bajos y aburridos.
Después de aquel baño con sales, toallones hermosos todos para ella, cremas nuevas, mimos varios, se vistió y salió a la calle. Caminó por las mismas calles del centro, pero sintió que el mundo entero le pertenecía por primera vez.
De aquellos días inusitados, Vera conservó algo, como un tesoro. De esa aventura que a duras penas consiguió hacerse perdonar, guardó un gran secreto. Es que aprendió a bailar el tango, y algunas deliciosas y furtivas tardes, baila en ciertos salones que solo en Buenos Aires pudieron florecer.
Llega al centro con su ropa de calle. Se cambia en el baño de una confitería y sale arrebolada y radiante, con una sorprendente facha de milonguera de hoy en día, graciosa y sensual .
Vera baila cada vez mejor, ardorosa y feliz. Busca en especial a algunos bailarines, esos seres de otro planeta que la transportan en un viaje hasta las nubes y la depositan en el suelo, suavemente, tres minutos después. Ella se enamora locamente, de todos y de cada uno de ellos mientras tiene el alma entrelazada en cada tango. Y al concluir ese viaje, ese vuelo, se le termina ese efímero amor y le queda como un agradecimiento, una sensación de bienestar. Encontró ese mundo palpitante, caprichoso y esperanzado y también hizo nuevas amigas con las que cuchichear divertida.
El día en que se desmayó, bailaba con Abel, el panadero, nada más sabía de él. En realidad sí, sabía que él era capaz de dibujar olas en el piso mientras bailaba, olas suaves.
A él se le cayó de los brazos como una sombra, de golpe, silenciosamente. Pararon la música. Abel estaba angustiado al lado del cuerpo de ella caído, sin fuerzas.
Juan, el organizador, pidió ayuda urgente, hubo un revuelo, una especie de pánico general, murmullos, chillidos, lamentos. Vera no reaccionó y la ambulancia partió con ella hacia no supimos dónde.
Ya nada tuvo el mismo gusto esa tarde. La fiesta se había terminado bruscamente. Nos fuimos cada uno por su lado, con una desazón, algo desapacible en la piel y en el alma.
Más difícil aún fue lo de Juan. Sentado en la sala de espera, en ese hospital que se le antojó impersonal, frío, distante, buscó en la cartera de Vera, algo que le ayudara a localizar a algún familiar. ¿Qué familiar? ¿Quién era ella en realidad? El no lo sabía, siempre la veía llegar sonriente, amistosa, tan feliz de estar ahí, pero ¿sabrían los familiares donde pasaba sus tardes? Quiso ser cuidadoso.
El marido de Vera levantó el tubo. Juan tuvo un estremecimiento. No pudo o no quiso hablar frontalmente, dio rodeos:
- Si, habla un amigo, bueno, no quiero alarmarlos, estaba en la calle cuando se desmayó y dos o tres personas la trajimos al hospital, si, internada. ¿Usted es el esposo? .
Juan se enredaba, le parecía que mentía mal, justo él que tenía toda una vida de pícaro.
Se encontró de pronto entendiendo a ese hombre, sentirse así traicionado, enterarte que tu jermu se va a milonguear sin contarte nada, te la regalo enterarte de eso, cualquiera sabe lo que es el tango, ese abrazo. Imperdonable, no la perdonaría más. Mejor así, una simple mentira, después de todo no es tan terrible escaparse a bailar un rato, con todos los corruptos que hacen cosas malas de enserio y andan sueltos por ahí.
El médico dijo que Vera iba a permanecer internada algunos días. Era necesario hacer algunos estudios. Podría ser un problema neurológico, estaba el riesgo de que quedara hemipléjica. Juan tembló.
Le pareció que hacía horas, días que estaba ahí, absurdamente metido en un problema ajeno y propio a la vez. Se sintió solo. Sintió la soledad de Vera y le pareció que la familia no llegaba nunca. Hubiera querido hablar con ella, consolarla, preguntarle, pero estaba inconsciente y no le permitieron entrar.
Hubiera querido que todos los de la milonga estuvieran allí, ayudando, haciendo fuerza, ¿ayudando en qué? Se sintió decepcionado, inmensamente solo. Todo se le mezclaba con un oscuro remordimiento, como si él tuviera la culpa de lo sucedido.
Imaginó a Vera solita, en esa cama anónima, tal vez con esos cableríos que ponen en esos casos, sola, esa soledad descarnada, así somos los de la milonga, tanto baile, tanta joda y al final este desamparo, esta orfandad, ¿tendrá hijos? Mirá vos que yo no recordaba ni el nombre, si no fuera por esa agenda y los documentos. Una extraña, en realidad y sin embargo la veo y bailo con ella cada semana, qué cosa, quisiera hablar con alguien.
Juan llamó a su casa y se enteró que Abel el panadero lo estaba buscando. Ya era de noche cuando por el pasillo mal iluminado vio acercarse a un hombre consolando a una chica adolescente que lloraba. El hombre averiguó con una enfermera y luego lo encaró. -Ud. encontró a mi esposa. ¿Cómo está? ¿Puedo verla, qué pasó? Quiero la verdad, quiero ver al médico.
Hablaba a borbotones y de golpe la hija empezó a calmarlo. Les permitieron entrar a la sala y Juan volvió a quedar solo, petrificado, afuera, delante de esa puerta, sin poder irse a su casa, sin poder nada, sin querer irse tampoco.
Se fue sin esperar a que saliera el esposo. No tenía ganas ni fuerzas para enfrentar un interrogatorio. Durmió mal y sobresaltado, después de haber tratado sin éxito de comunicarse con Abel.
A la mañana siguiente un pensamiento fijo lo torturó. No sea cosa que Vera se despertara y se le ocurriera contar la verdad. A pesar de todo lo que tenía que hacer, sus pasos lo llevaron de nuevo, inexorablemente al hospital.
Era temprano, sin embargo había mucho movimiento, las enfermeras iban y venían. En el mismo momento vio llegar al esposo, esta vez acompañado por un muchachito de unos catorce, quince años. Traían una bolsa, seguramente con ropa, camisón, chinelas, imaginó, cuando el otro lo encaró un poco rudamente. Ni buen día ni gracias, lo primero que le dijo resultó poco amistoso.
-Ud otra vez por acá. Se le agradece ¿ puedo saber a que se debe tanta molestia?
Juan sintió la estocada. Refrenó las ganas de darle una trompada.
-Estaba preocupado, a lo mejor Ud. hubiera hecho lo mismo que yo.
Se había instalado una hostilidad pesada entre los dos. Juan decidió irse pero antes contestó:
– Yo en su lugar preguntaría qué le pasó, si sufrió, esas cosas, ya sabe, en vez de tanta desconfianza.
El otro se disculpó a medias. Estaba molesto. Vera había recobrado la conciencia en la madrugada, según los médicos estaba fuera de peligro, pero no se acordaba de nada. Juan recuperó el aliento.
El marido siguió hablándole hostil, como a un rival.
- sabe, la ropa que tenía puesta no es la de ella, ella jamás se viste así, disculpe si no soy amable, pero no entiendo y lo veo a Ud. venir de nuevo y uno…
El hombre enrojeció de bronca. Había que aclarar los tantos y Juan decidió salir al ruedo. En ese instante vio llegar por el pasillo a Abel el panadero y una rubia que reconoció como la compañera de mesa de Vera en la milonga. ¡Cartón lleno!
Tuvo un momento de parálisis, de indecisión, pero de pronto, salió así como así, a lo Quijote, con una audacia increíble, a defender a Vera, a esa piba compañera de sus tardes.
-¡Ahí tiene!, gritó fuerte, para que Abel oyera, ahí está esa pareja que estaba también ayer en la calle cuando su señora se cayó. ¿Cómo le va señor, señora qué dice? les dijo a Abel y la rubia que se acercaron mudos, entendiendo a medias, pero seguros de que era mejor callar. Menos mal que Abel es zorro viejo, pensó Juan, cuando lo vio tomar inmediatamente del hombro a la rubia.
Siguió hablando, un poco desaforado, en un tono desmedido, envalentonándose a cada minuto y empezando a creer su mentira como su mayor verdad, indignado con ese hombre receloso y suspicaz. Inventaba todo a cada minuto, casi gozando de la situación, ahora seguro de que de algún modo estaba defendiendo algo auténtico.
Vera, Verita, pensó, si supieras lo que estoy haciendo casi sin conocerte. Vera, veraz, espero que cuando te despiertes me sigas el juego, el que vos empezaste, al fin y al cabo.
Se dirigió a la rubia que se aferraba aterrada al brazo de Abel:
– Ayer cuando pasó todo usted le prestó su ropa a la señora ¿ verdad? Me acuerdo que se había ensuciado toda al caerse, y fue usted que le prestó la ropa no?
-Sí, contestó la rubia con un hilo de voz. Abel, experto veterano, ya advertido, intervino con tanta naturalidad, que disipó los últimos escrúpulos:
-¡Pero Anita, decile! Sí, mi señora le dio la ropa porque nos dio lástima que estuviera así con todo manchado. Después se la vamos a devolver, señor, lavada y planchada.
– ¡Por favor, no es por eso! El esposo de Vera contestó ablandado, un poco consternado, abatido por la noche en vela, las circunstancias y el susto.
Salió el médico de la sala, y se dirigió a ellos, que a esta altura resultaban “todos familiares”.
-El cuadro resultó mejor de lo que supusimos anoche en la guardia, dijo, las placas dieron bien, no hay lesión aparentemente. Tiene que quedar internada algunos días, faltan estudios. Si, si, fuera de peligro, pero no recuerda nada todavía.
Juan y Abel cruzaron una furtiva mirada de soslayo. Cuando el médico permitió que entraran a verla, no dieron lugar a la más mínima duda, entraron ellos también, totalmente decididos.
Vera estaba irreconocible, pálida, muy diminuta, con un brazo extendido unido a un frasco de suero.
Lo primero que hizo cuando abrió los ojos fue sonreír al esposo y al hijo.
-Cholo, qué suerte que estás aquí.
Él le dio un beso, cariñoso, conmovido, el chico se acercó también.
Ella se puso a llorar despacito, sin ruido. Cholo le secaba las lágrimas mientras trataba de guardarse las de él.
Juan supo que le tocaba ya muy poco que hacer en ese lugar, pero tenía que hacerlo. Le tocó el brazo a los otros dos y avanzaron.
– “Señora, Vera, Ud. no nos conoce, ayer Ud. se cayó en la calle….”
Y así siguieron contando con lujo de detalles lo que a ella le había pasado.
Vera los miraba inexpresiva, no daba señales de entender, pero parecía escuchar con atención. De pronto fijó sus ojos en Abel, como si algo se agitara en su mente. Lo miró extrañada.
Su mirada aturdida iba desde Cholo hasta Abel, pasando por la habitación, por todos los presentes. Durante veinte eternos segundos, a Juan le pasaron todos los reproches posibles por la cabeza, esto no se hace, engañar así a un hombre macanudo, meterte a hacer semejante circo, comprometer a tanta gente en una mentira, para qué, decime para qué, siempre el mismo defensor de pobres.
Pero fueron solo veinte segundos, porque de pronto, la mirada de Vera se volvió clara y lúcida, como si alcanzara una zona lejana, maravillosa, íntima. Volvió a mirar a todos. Fijó por fin sus ojos en Juan y dijo bajito, con una sonrisa:
– “Muchas gracias, no saben, nunca van a saber, lo que les agradezco”, e inmediatamente se durmió.
Quince días después, Juan estaba en su eterno puesto del salón de baile, mirando todo con sus ojos de lince, cuando vio entrar a Vera, lindísima, tímida. Hubo gente que se acercó a saludarla, Anita la besó y le hizo lugar en la mesa. El se acercó también. Se abrazaron, no hacía falta hablar.
- Vengo a despedirme por tres semanas, contó, mi marido me propuso un viaje lindísimo.
- Te felicito, dijo él.
Abel apareció interrumpiendo con gesto galante.
-Señora, si me permite, Ud. y yo habíamos dejado un tango por la mitad, justo Miguel Caló, no sé si se acuerda, es hora de terminarlo.
Bailaron sonrientes, emocionados.
Mirándolos, Juan pensó que después de todo, volvería a hacer lo que hizo, mil veces más.
Graciela H. López
SALUDOS – MIGUEL CALO – ( D. FEDERICO )
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