Pensativo, con un whisky en la mano, pero sin tomar ni un sorbo, dolorido, Miguel la mira.

La mira bailar.

Preciosa, mucho mas sexy, mucho mas mujer que cuando fue de él. Ella pasa, con otro,  delante de su nariz.

Bailan demasiado apretados, el tipo baila mal, apoya los tacos, no me convence, se dice absurdamente.

¡Qué importa! Si ella baila con los ojos entornados y esa cara de embeleso, una cara que hace tantos años no le veía.

¿Alguna vez habrá puesto esa cara bailando conmigo?

No creo, nos peleábamos, nos echábamos la culpa si un paso salía mal, recuerda.

Miguel no tiene ganas ni de moverse, aunque hay varias mujeres mirándolo, invitándolo  a bailar con la mirada. Revuelve el hielo de su vaso con un dedo. Se acuerda que a ella eso no le gustaba, era algo chancho, decía.

 

La música se detiene y las parejas se dirigen a sus mesas.

Ese ganso no debe saber que esa linda morocha fue mi “jermu”, si no, no pasaría tan tranquilo llevándola de la cintura, el baboso.

No puede contarle a nadie. Todos muy buenos, pero ninguno es su amigo. No hay amigos en la milonga.  Así es mejor, que nadie sepa que no puede dejar de sufrir.

Nadie sabe nada y le parece que esa reserva lo ayuda a disimular tanta angustia. ¿Podrá ser cierto esto que está viviendo? Parece   una pesadilla.

La mira de lejos, ella vuelve a bailar  con el mismo.

Si, ya no quedan dudas, anda con ese imbécil que no le llega ni a los talones a él.

A él que fue su esposo, el padre de sus hijos. A él que trabajó y se deslomó tantos años, que pensó que el matrimonio era para siempre.

Aunque nadie sabe, le parece que todos lo miran. Vuelve a reparar en varias mujeres que quieren bailar con él, que ponen esa mirada como interrogando, como diciendo porqué hoy no?  Y él no puede ni pararse. Tiene miedo de que  falle el control de su emoción.

Maldice mil veces el día en que se les ocurrió aprender a bailar tango.

Tiene ganas de ir a buscarla, hasta aquel costado del salón, y llevarla de una oreja para casa. ¿Pero qué casa?

Ya no hay casa, ni vida en común, ni Navidades, ni vacaciones juntos.

Sabe que ya van a hacer tres años de todo aquello. Pero no puede resignarse, no soporta verla así, exuberante y atractiva, con esa ropa que él jamás le hubiera permitido usar.

Una loca, eso, se volvió una loca cualquiera, mirá si la vieran los chicos.

También es cierto que está  muy linda. Miguel acepta esa idea a regañadientes, como si discutiera con él mismo.

¿Por qué no se vestía así antes? ¿Por qué cuando estábamos casados era una gordita desarreglada?

 

De golpe la mirada de ella lo enfoca, lo taladra, lo captura en una especie de insinuación especial. Siente esos ojos punzantes en su cara. La mira, ella sonríe apenas y con un gesto simpático, a la distancia, le pregunta ¿bailás?

Él sale disparado hacia allá, como un autómata, sin pensarlo, como obedeciendo a algo.

Cuando llega hasta ella, ve llegar al otro  hombre al mismo tiempo, detrás de él. Hay un momento de confusión, de estupor de los tres.

El otro se adelanta  para tomar a la mujer, ¡a su mujer! en los  brazos.

Entonces sucede el milagro,  ella le dice al otro:

-Mi amiga,  quiere bailar con vos un tango. Dejá que yo bailo con el señor, que se vino hasta acá, cambiemos.

La otra (amiga de ley, sin duda) se para y se acerca al desconcertado, sonriente. Salen a bailar.

Miguel toma en sus brazos a su ex mujer, esa que ahora lo atrae y lo marea con su perfume, ese que él conoce tanto. Ese perfume que añora en su almohada tantas noches. Le dice al oído:

-Gracias por salvarme del bochorno.

-De nada, usted se lo merece, dice ella con ternura.

Una complicidad extraña, dulce y pícara, se instala entre ellos, mientras bailan, un poco estremecidos.

-Antes, conmigo, no te vestías así tan linda, dice él

-Vos tampoco me mirabas como ahora, contesta su ex mujer, ahora  deslumbrante.

El quiere halagarla,  seducirla.

Advierte que no será jamás otra vez su mujer, la cotidiana, la que lave su ropa.

Lo sabe, lo percibe en su cuerpo, mientras bailan. Y tal vez por eso mismo, la desea mas que nunca.

Ella siente esa diferencia,  vuelve a sentirse mirada, con esa mirada que le enciende la piel. Recuerda la vida en común, la cara indiferente,  distraída de Miguel, los ojos brillantes, pero para otras.

Se acuerda cómo la buscaba al final de las reuniones, de las fiestas, como quien busca el abrigo para irse.  Ella siempre en desventaja, sintiéndose torpe, deslucida. Hasta aquella   vez.  Hubo aquel día en que  dijo basta. Y ese día fue definitivo. Sintió que no iba a haber vuelta atrás.

 

Acaso habrá otro modo, otra manera de encontrarse?

Tal vez puedan ser novios. ¡Qué gracioso! piensa él,  ser el novio  otra vez.  Miguel piensa y sonríe mientras el tango termina. Se despiden, sin hablar,  con una mirada.

El, feliz  como un pibe, interpreta sin dudas esa mirada: “hasta la semana que viene, mi amor, nos volveremos a encontrar aquí”

 

El salón de baile, acostumbrado a los devaneos humanos, será testigo del desencuentro,  será cuna del dolor, mudo observador de tanta  pena desolada, de tanta decepción.

Porque Miguel, esperanzado, creerá que todo, pronto se va a arreglar, que volverán a lo mismo de antes.

Pero ella sabe que el cristal del amor está golpeado. Volver a lo mismo de antes la espanta. No más costumbre, ni  hábito, ni rutina. No más la mirada indolente y distraída.

 

El salón de baile, de pronto se vuelve  la lámpara de Aladino, esa que frotándola concede un deseo.

Entonces ella se anima y lo pide: Aladino, por favor,  no me dejes tentar y   volver a vivir con él. Lo amo demasiado.

Quiero que siempre, pero siempre, cada vez que yo entre aquí, me mire así, con los ojos brillantes, llenos de deseo. Quiero que venga  con la esperanza de encontrarme, con el anhelo y la locura a flor de piel.

Aladino, si no es mucho mi antojo, ¡quiero ser su amor imposible!

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                                                                Graciela H. López

 

BAILEMOS – REYNALDO YISO – PASCUAL «CHOLO» MAMONE